domingo, noviembre 21, 2010

Lo superfluo no es eterno


Me gusta cerrar los ojos. Porque cuando lo hago todo se apaga un instante, dos, todos los que quiera. Las cosas siguen sucediendo pero yo no las veo. ¿Acto cobarde? Probablemente. Me desentiendo y ya. Me hago la tonta y ya. Me niego a verlo y ya. Cierro los ojos, y ya. Por eso, muchos no llegan a ver ciertas cosas. O, si las ven, terminan por olvidarlas. Palabras. Momentos. Personas. Las olvidan, y ya. Porque resultan superfluas para ellos. Pero no para mí.

Por todo esto, porque soy ese tipo de personas que se fijan en todo, cierro los ojos. Para, por un segundo, huír a la paz de no ver nada. Desconectar el tiempo necesario y regresar a la realidad. Sin embargo, hoy ha sucedido algo que no esperaba que ocurriera. Algo que me ha cogido totalmente desprevenida. Algo que nunca antes había sucedido.

Porque he cerrado los ojos y te he visto a ti.
domingo, noviembre 14, 2010

Explosión

 
Las notas seguían sonando diabólicamente en mi mente, estrujando mi cerebro, como si quisieran salir de allí y desaparecer por el cielo. Y esas ganas de vivir, que no sabía de dónde habían salido, me impulsaban hacia arriba. Sentía que iba a cambiar, que todo iba a cambiar, porque era imposible que el mundo se detuviera ante aquello. O subíamos, o bajábamos. No había nivel intermedio. Tú con tus dilemas y yo con mis dudas no ibamos más que a explotar, cual bomba de relojería. La explosión fue más dulce de lo que imaginaba: un beso, y nada más. Debajo de nosotros, un mundo boquiabierto aguardaba vernos caer. Sin embargo, sólo subíamos. Cada vez más. Casi me daba vértigo, hasta que me tomaste de la mano y susurraste en mi oído: Blesse, quédate conmigo esta noche. Y lo tuve claro. Que me daba igual lo que hubiera abajo, arriba y más allá, joder, mientras despertara a tu lado.


Cuando cierres los ojos, T.P.
domingo, noviembre 07, 2010

Same soul

A year ago. Algo más pequeña y algo menos idiota. Una sensación. Como la que tienes al estar en un lugar y saber que estás protegido, como si estuvieras en casa. Eso fue lo que sentí. Como si algo dentro de mí supiera que aquello iba a suceder tarde o temprano. Como si hubiera terminado de recopilar un álbum de fotos, de montar un puzzle. El puzzle de mi vida. Ella lo completó.

No suelo encontrar a gente que comparta conmigo demasiados gustos/aficiones, por lo que el simple hecho de que le gustaran cosas que a mí también ya me sorprendió. Es raro cruzarte con alguien durante tres años sin saber cuánto os parecéis. Que, en tan sólo un par de días, hables con esa persona como si la conocieras desde hace mucho tiempo (cosa que tampoco me sucede muy a menudo). Así fue como ocurrió, durante las clases de Francés en las que no teníamos profesor puesto que estaba de baja. Allí comenzó.

Al principio tenía miedo de acercarme a ella: ¿y si no le caía bien? ¿Y si resultaba pesada? ¿Y si, simplemente, no quería que fuera su amiga? Resultan casi infantiles esos pensamientos, pero era lo que me preocupaba. Bastaron dos semanas para comprobar que no, ya que parecía que a ella también le gustaba hablar conmigo. Cada día que pasaba me sorprendía más por cómo era, no sólo por las cosas que nos unían, sino por su forma de ser. Me gustaba escucharla hablar, sabía expresarse bien y llegaba a conclusiones a las que yo siempre había creído que nadie, excepto yo, había llegado. Con ella no me reservaba comentarios que normalmente no hacía por miedo a no ser entendidos, sino que me salían con toda naturalidad. Ella parecía cómoda. Yo también.

Ha desarrollado una capacidad que sólo ella y otra de mis amigas tienen: son las personas con las que me gusta hablar cuando me ocurre algo. Sea lo que sea, me entienden mejor que cualquier otra persona. Me siento totalmente tranquila hablando con ellas, porque sé que sabrán comprenderme, y si no lo intentarán.

Hoy, algo más de un año después, es como si hubiera pasado toda la vida a su lado. Me conoce tanto o más que las personas que llevan a mi lado todo ese tiempo. Su presencia en mi día a día es vital. Creo que no sabe cuánto lo valoro. Su sonrisa provoca la mía. Sus lágrimas, las mías. Y su felicidad siempre será la mía. Realmente no me imagino la vida sin ella. Suelo decírselo muchas veces, que ella es como mi hermana perdida (dato curioso: yo nací el 18 de diciembre y ella el 19, sí, del mismo mes y del mismo año). Pase lo que pase en el futuro, estoy tranquila. Probablemente cada una tome un camino diferente pero que, a su vez, serán el mismo. Porque si nuestros caminos se cruzaron una vez, volverán a hacerlo. Una vez, y otra, y otra. Y no cambiaría por nada que ella haya aparecido en mi vida. Ha hecho que yo siga siendo yo. Me ha recordado que hay muchas cosas en la vida que merecen la pena. Que la montaña no es tan alta si la subes acompañado; que la oscuridad sigue teniendo un encanto único y especial. Por todo eso, mi vida hoy es más apacible. Más placentera. Mucho más fácil.

Te quiero, Azu.
sábado, noviembre 06, 2010

Mañana no será hoy

Me gustaría que me diera igual lo que pase mañana. Y pasado mañana. Me gustaría olvidarme de que quizá haga calor, o que quizá llueva. Que hará un viento de los mil demonios y tendremos que abrigarnos más de lo normal. Que subirá el precio del pan, así que la gente montará algún pollo, como siempre. Que la RAE continuará jodiendo al personal. Que las pequeñas cosas irán mermando. Que, ¿recuerdas?, mañana ya no estará. Que esto no volverá a suceder. Que, probablemente, mañana no será hoy. De hecho, nunca lo será.
Nunca me ha gustado ser tan negativa, pero lo soy. Inevitablemente. Y es curioso que, aunque me duela pensar en todo lo que podrían cambiar las cosas en tan sólo un segundo, sigo como si nada. No es la primera vez que lo hago, y me juego lo que quieras a que tampoco la última en la que acabo destrozada. ¿Heridas de guerra? Las conozco más de lo que puedas imaginar.
lunes, noviembre 01, 2010

Juzgar

Dicho de la persona que tiene autoridad para ello. Deliberar acerca de la culpabilidad de alguien, o de la razón que le asiste en un asunto, y sentenciar lo procedente. Formar opinión sobre algo, o alguien. Afirmar, previa la comparación de dos o más ideas, las relaciones que existen entre ellas. Así lo define la Real Academia Española, y quien me seguía en mi antiguo blog sabe que me gusta hacer alusión a las definiciones que aparecen en el diccionario antes de hablar de algo. A menudo no nos planteamos cuánto nos puede ayudar a reflexionar una simple definición. ¿Alguna vez has probado a buscar lo que el diccionario dice sobre un sentimiento o cualquier cosa que experimentas cierto día? Pruébalo algún día, te sorprenderás. O no, porque quizá es cosa mía que estoy como una cabra y tal.

Volviendo al asunto, llevaba varios días dándole vueltas a esto. A la acción de juzgar; en qué se basa el que lo hace y por qué se toma el derecho de hacerlo. Esta mañana en clase de Filosofía hemos estado hablando acerca del bien y del mal, cómo podemos asegurar que algo esde una forma o de otra, en qué nos apoyamos. La justicia para mí siempre ha sido bastante complicada, en el sentido de que nunca he entendido cómo se toman ciertas decisiones. Puede que muchos confíen en la leyes establecidas en su país o lo que sea, pero lo cierto es que en un lugar del mundo te obligarán a pagar una multa de X cantidad de dinero por un delito que en el otro lado del planeta te fusilarían.



Dejando a un lado el tema de juzgar en el ámbito jurídico, hay otra forma de juzgar que es la que se utiliza más y la que de verdad me interesa. La que hacemos cada día sin darnos cuenta. Porque juzgar, juzgamos todos, a sabiendas o sin darnos cuenta. Y es cuando vuelve mi pregunta: ¿por qué nos permitimos el lujo de hacerlo? En la mayoría de los casos juzgamos a muchas personas sin conocer nada sobre ellas. Juzgamos cuando vemos a un mendigo tirado en la acera pidiendo limosna, porque con tan sólo echarle un vistazo sabemos que es una mala persona, ergo nos apartamos de él. Juzgamos cuando observamos a un hombre vestido de traje cruzando un paso de peatones con un maletín de piel, porque sabemos que es un tío importante, un pez gordo. Eso, o un corrupto cabrón. En ambos casos, alguien a quien se debe respetar. Y, digo yo, ¿tenemos razón? ¿Realmente son así las cosas? ¿Puede ser que, después de todo, el mendigo sea mejor persona que el tipo con traje? ¿Merece pues nuestro respeto? Es más, ¿merece más nuestro respeto que el tipo importante?

Por todo esto, me siento bastante ridícula. Al menos en el sentido de que a veces no he podido evitar juzgar a alguien sólo por algo que he oído (lo cual ni siquiera sé si es verdad), porque ha hecho algo que no me parece bien o que yo no hubiera hecho, o con echarle un simple vistazo (como en el ejemplo que os decía antes). ¿Quién soy yo para juzgar a esa persona? Y es en ese momento cuando empiezo a plantearme otra cosa: si tanto juzgo a los que me rodean, ¿cómo es que todavía no me he juzgado a mí misma?

Así que, un día más, haré la vista gorda. Me meteré debajo de una manta y dejaré que el mundo siga juzgándose. Que me juzguen por ello, porque me da igual. Y entonces, pienso en cosas que no me había planteado jamás. ¿Soy una buena persona? ¿He hecho algo bien en toda mi vida? ¿Debería sentirme avergonzada por todas las malas acciones que he llegado a cometer? ¿O, por el contrario, según cómo se mire, son buenas? ¿Se me concede el cielo o el infierno a día de hoy?

La vida no es más que un crimen ridículo: actúas todo lo bien que puedes, pero siempre acabas haciendo algo, por pequeño que sea, por lo que te tengan que juzgar. Y eso no lo hará ni un tribunal ni nadie parecido, sino tú mismo.
 

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