jueves, marzo 01, 2012

Epistulae

En épocas de nevada, ni siquiera los empleados del feudo regresaban a la ciudad con sus familias: aguardaban la llegada de un tiempo mejor en la propiedad de mis tíos. Tal era el caso de Don Renato, íntimo amigo de mi fallecido abuelo paterno. Nadie tenía demasiado claro cuál era la tarea del buen caballero en aquel lugar, mas siempre había estado allí, mucho antes de que mis tíos heredaran la propiedad, y a ninguno de los que allí vivían parecía inquietarles su presencia, sino todo lo contrario, pues estoy más que segura de que todos lo hubieran echado en falta.

No obstante, Don Renato era una figura tan excéntrica como desconcertante. A pesar del cariño que todos profesaban a mi querido caballero, desde el primer día de mi estancia en el feudo se me hizo saber que el cerebro de Don Renato ya no regaba bien. Era un hombre entrado en años, con la piel arrugada y una fina capa de cabello blanco en la cabeza. Solía pasar las mañanas en la biblioteca -labor que, sobra decir, yo admiraba profundamente, aún sin saber en aquel momento a ciencia cierta con qué clase de libros se deleitaba-, y regresaba a la planta baja, donde la mayoría del personal y la familia Jovellanos nos encontrábamos, sobre las tres de la tarde. Como buena invitada que era, ayudaba en todo lo posible, aunque mis tíos insistían en mantenerme apartada de la cocina y, sobre todo, del ala oeste, donde las doncellas cosían y lavaban. 

Mis encuentros con el caballero del que os hablo se desarrollaron, especialmente, durante la noche, tras la cena en el comedor. Todos coincidían en que a Don Renato le gustaba fantasear y contar sucesos que jamás habían ocurrido, mas yo disfrutaba como una niña escuchando sus relatos cada noche. Nadie prestaba atención salvo yo, y este hecho pareció alentarlo a continuar sus narraciones. Y cada día que pasaba, más segura me encontraba de que las historias de Don Renato eran absolutamente ciertas: cuando alguien trata de contaros una historia falsa -y, prestad especial atención a esto-, suele acabar cayendo en sus propias zarzas de mentiras, dejando confusas lagunas entre los hechos. Sin embargo, éste no era el caso de Don Renato, quien recordaba acontecimientos que ya me había contado días atrás con breves alusiones ("... y esto ocurrió, mi querida Sofía, exactamente tres meses después de llegar a Sevilla, tras el altercado con los marroquíes de Granada..."). Sus historias eran tan misteriosas y entretenidas que pronto se convirtieron en mi parte favorita de los días que pasé en el feudo. En una de nuestras tantas conversaciones llegó a hacer mención a su estancia en la Corte -a lo que algunos sirvientes que se encontraban presentes respondieron con una carcajada- de los Austria. Pero yo, insisto en esto, creí todo lo que me contó, y más tarde supe que, en efecto, Don Renato fue gran amigo de la familia real española.

Pocos saben, puesto que pocos fueron los que se dignaron a prestarle atención, que Don Renato, a pesar de fallecer sin descendientes, no había estado falto de romances. ¡Oh, por supuesto que no! Había existido una mujer. En realidad, siempre existe una mujer, ¿no creéis? Y sonrío al recordar el mágico brillo que iluminaba sus ojos cuando me hablaba de su Jeanette, una mujer francesa que había conocido en uno de sus viajes. Desgraciadamente, había sido un amor imposible en toda regla, pues ella ya se hallaba en matrimonio con otro hombre; lo cual, por otro lado, no fue un impedimento para que ambos llegaran a compartir lecho. Al parecer, Jeanette se había casado muy joven con un hombre muy mayor, algo muy común desde luego. Y si os aporto este dato no es por otro motivo sino para que sepáis que, por lo menos en lo que a mí respecta, puedo comprender el comportamiento de ambos amantes. Don Renato hablaba de su Jeanette como si se tratara de su propia vida; la tristeza que debió provocarle verse obligado a separarse de su amada, así lo he creído siempre, fue la causa de su abstracción, de la aparente demencia que todos le atribuían.

Fue años después, tras su fallecimiento, cuando regresé al feudo de mis tíos, que descubrí su pequeño secreto. Decía al principio que Don Renato solía pasar las mañanas en la biblioteca. Pues bien, decidí que, como la estancia se encontraría vacía sin la presencia de mi querido amigo, dedicaría un par de días a estudiar la biblioteca, ver qué clase de obras conservaba entre sus estanterías. No me llevó mucho tiempo encontrarlas, bajo un montón de libros que nadie se había molestado en devolver a sus lugares correspondientes: un conjunto de cartas, alrededor de cincuenta, firmadas por la para mí ya familiar Jeanette; junto a estas, otro montón más (aunque mucho más elevado, rondando las doscientas) firmadas por Don Renato con Jeanette como destinataria. Una serie de cartas que nunca habían sido enviadas, un montón de sentimientos y confesiones que jamás me atreví a leer, al igual que él tampoco a enviar... Por miedo a que su marido lo descubriera, por miedo a que ella ya no se acordara de él... Quién puede saberlo. Aún así, creo necesario que éstas lleguen, finalmente, a su destino. Con vos, querida Jeanette. Estoy segura de que querréis tenerlas en vuestro poder. También espero, por otra parte, poder reunirme con vos algún día y contaros en primera persona, a vuestro lado, las miles de maravillas que Don Renato de Toledo me contó sobre vos.

A sus pies,

Sofía Ana de Jovellanos

Fortis est ut mors dilectio...
 

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