martes, enero 03, 2017

La Chica del Páramo


Hace siete meses que sueño con la Chica del Páramo.

Nuestros encuentros, si me permite que los llame así, no se producen todas las noches, pero desde luego su recuerdo permanece en mi mente durante días. Siempre transcurren igual: sin saber muy bien cómo, descubro que estoy en medio de un lugar completamente desamparado; a veces pienso que es una ciénaga, otras una pradera, depende de la gama cromática que mi subconsciente decida elegir para ese día. No importa si dentro de ese sueño los colores que me envuelven son más cálidos o más fríos, porque los siento igual de vacíos, igual de desolados. Estoy en un páramo, pero no soy la única, ni su dueña.

La Chica del Páramo, tarde o temprano, aparece. Tiene el pelo brillante, tan brillante que no sé si es castaño claro, o rubio, o blanco puro, y lleva un camisón que le llega por encima de la rodilla. Se desliza —o levita, no estoy segura— con parsimonia, aunque sus movimientos no llegan a resultar demasiado lentos. Nunca la he escuchado hablar y ya me gusta su voz. Nunca le he visto la cara y ya sé que es hermosa.

Suelo observarla desde la distancia y nunca me atrevo a acercarme demasiado. Tal vez le parezca extraño mi comportamiento, pero no se lleve una mala impresión, no lo hago con ningún tipo de mala intención. Observándola, he encontrado algo similar a la fascinación. Y le aseguro que en toda mi vida nada me había fascinado lo más mínimo.

Ella nunca me ve. Al menos, eso prefiero creer. No quiero que sepa que me gusta observarla, como si yo de algún modo invadiera su calma, o incluso la acosara. ¡Imagínese! La de cosas que ella podría llegar a pensar. La de cosas que yo no podría dejar de pensar. Ni hablar, sería una pésima carta de presentación, y si ese momento llega alguna vez, el de presentarnos, no puede surgir de una incomodidad.

Resulta curioso cómo, en un lugar tan vacío, una sola imagen pueda hacerle sentir a una tan llena. Me he permitido comprobarlo en varias ocasiones: si aparto la vista hacia otro rincón del páramo, la sensación de soledad vuelve a invadirme con gran pesar; no obstante, en cuanto vuelvo mi mirada hacia ella, recupero el aliento de forma inmediata, como si la Chica del Páramo fuera capaz de controlar mi respiración y mi cuerpo a su antojo. Y me siento así, una marioneta en sus manos, una pobre infeliz que sin planearlo ha acabado en su reino encantado, un reino en forma de páramo.

A veces me pregunto si ha habido otras personas antes que yo, o si las sigue habiendo. Puede que durante esas noches que no consigo encontrarlos —ni a ella ni a su páramo— en ningún lugar de mi subconsciente, otros la visiten, la observen como yo lo hago y se sientan igual de fascinados. Confieso que ese pensamiento hace que algo en mi interior arda de celos, y no pocas noches me ha sacado de la cama tras haberme arrebatado del todo el sueño. Y me encuentro sola en mi propio páramo, con una taza de café en la mano y un enfado que no deja de ser sino una simple rabieta infantil, un enojo innecesario ante la ausencia de un mero producto de mi imaginación.

¿Eso es la Chica del Páramo? Un espejismo, una ilusión. Una proyección onírica de algo que me gustaría tener, pero no. Una chica que no es solo una chica, sino la Chica, la que me espera de noche en su silencioso páramo y me refugia de las atrocidades del mío.

Hace siete meses que despertar ya no resulta tan pesado, no si sé que pronto, cuando termine de afrontar el nuevo día y llegue la noche, volveré a ver a la Chica del Páramo.
 

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