jueves, junio 30, 2011

Nothing else matters

Adoro pasar las tardes en el porche, observar cómo atardece sobre las copas de los árboles mientras me balanceo suavemente en la vieja mecedora de madera. En primavera, el jardín huele a rosas, dejando ese dulce perfume en mis fosas nasales durante el crepúsculo. En verano, unos tímidos rayos de sol alcanzan los dedos de mis pies descalzos. En otoño, por el contrario, es el olor a lluvia el que inunda todo. Y en invierno, mi estación favorita, el frío entumece mis extremidades, incluso con algo de suerte presenciamos una nevada, que hace del espectáculo algo todavía más hermoso.

A madre no le gusta que salga a ver el cielo cuando es invierno. Teme que contraiga una enfermedad. Mi salud nunca ha sido de hierro, aunque tampoco creo que se me deba considerar una debilucha. Sus prohibiciones resultan en vano cuando se trata de salir al porche para presenciar esa fase del día. Soy más cabezota de lo que a ella le gustaría que fuera. Es por eso que hoy no ha sido una excepción y aquí me encuentro. No ha nevado, pero no importa, no es necesario. No obstante, y traicionando un poco a mi orgullo, he traído una manta conmigo. Es una antigua pieza de seda de color granate que pertenecía a mi abuela. Le tengo especial cariño, supongo que por el significado que tiene para mí. Me he acomodado en mi asiento, he echado la manta sobre mis piernas y he respirado por la nariz durante unos instantes. Estoy impaciente. Mucho. Y creo que es momento de reconocer que no sólo me encuentro aquí por ver ponerse el sol.

Todavía puedo recordar con toda nitidez la primera vez que te vi pasar frente a mi casa. Sabía quién eras sin necesidad de meditarlo. ¿Fue tu comportamiento, tu cabello oscuro o tu vestimenta lo que reveló tu identidad? ¿Tu sonrisa, quizá? Nada de eso. Ya te conocía con anterioridad. Nuestros caminos se habían cruzado en varias ocasiones, pero no había sido hasta aquel día en el que te vi. Atendí a las peticiones que tú y tu padre hicisteis, puesto que el mío no se encontraba en casa. Más tarde partiste en el carro de tu familia y no fue hasta un par de semanas después que descubrí que pasabas cada día por el camino de tierra al que da la entrada de mi hogar. Desde entonces, aguardo tu llegada. Y aunque sólo se trata de unos segundos, los suficientes para cruzar por delante de mi casa, yo los espero con infinita devoción. Al principio, la mayoría de veces no llegaba siquiera a vislumbrar tu silueta, pero me bastaba con saber que ibas dentro del carruaje para sonreír y regresar adentro de la casa. Cada día fantaseaba con miles de sucesos y percances que obligaran al cochero a detener la marcha, y que entonces tuvieras que bajar para saber qué estaba ocurriendo. Y como si allá arriba alguien hubiera prestado atención a mis súplicas, sucedió. No fue ningún percance, sino algo mejor. Al parecer, nuestros padres habían comenzado algún tipo de negocio y tú te viste envuelto en aquello. Así que desde hace bastante tiempo, prácticamente todos los días, el carruaje continúa pasando por el mismo camino con la diferencia de que ahora siempre se detiene frente a la verja de hierro. La puertecilla del carro se abre y bajas, con elegancia. Ya no te molestas en llamar a los sirvientes para que avisen a mi padre, simplemente me observas entre los barrotes, como si esperaras que hiciera algo. Yo, acostumbrada a la rutina, abandono mi mecedora para reunirme contigo. Sujeto la falda de mi vestido con los dedos pulgar e índice mientras bajo los escalones del porche. Finalmente llego hasta tu posición y, dependiendo del día anterior, pueden ocurrir dos cosas: que me des una carta de tu padre para el mío o que te la dé yo. Intercambiamos un par de frases cordiales, a veces la conversación se alarga más de lo previsto. Vuelves a tu carruaje para regresar a casa. Y yo, presa de un conjuro, tomo el camino para entrar de nuevo en la mansión.

Nunca, en mis dieciséis años, había cuidado tanto mi comportamiento: mi manera de saludar, de contestar, de sonreír, de moverme... Me pregunto si he sido demasiado, y el qué. O si no he sido suficiente, y el qué. Por supuesto no dejo exteriorizar nada de esto, supondría el fin. En ocasiones me preguntó por qué me pasa todo esto, al fin y al cabo tan sólo soy una cría... Pero he leído tantas novelas de amor que ya sé perfectamente lo que me ocurre. Y es demasiado tarde para echarse atrás. Sonrío mientras repaso todas las semanas anteriores. Cada mirada y cada palabra dirigida a mí. Y me siento, de repente, muy especial. Eres tú quien me hace sentir así. Abandono mis pensamientos de golpe: a lo lejos ya se escucha el sonido de un carruaje. Sé que no es otro que el tuyo, ya me he acostumbrado a aquel sonido. Así pues sujeto la carta sellada por mi padre con ambas manos y espero con impaciencia a que la figura del vehículo aparezca en el camino.

No tarda en dejarse ver. La luz anaranjada del cielo hace brillar las ruedas, desgastadas con el paso del tiempo. Los caballos se detienen tras la orden del cochero y la puerta se abre. Una vez más, me observas desde lejos, apoyado en la verja. Me tomo unos instantes para levantarme y reunirme contigo. Una vez frente a ti te dedico una sonrisa, pero me sorprendo al no recibir una por tu parte. De hecho, no pareces el mismo de siempre. ¿Y tu sonrisa? ¿Y tu alegría, tu costumbre de dedicarme bonitas palabras a modo de saludo? Estás... apagado. Puede que estés ligeramente enfermo, o vengas de una discusión. ¿Quizá con tu padre? Alzo la mano derecha sujetando el sobre para dártelo a través de la verja y me sorprendo de nuevo al ver que eres tú quien me tiende un sobre. Parpadeo, incrédula, y te recuerdo que es mi padre quien le debe una respuesta al tuyo. Pero al parecer no se trata de eso.

-Es una invitación -explicas-. Una invitación a mi boda.

No puede ser cierto. Guardo silencio en busca de una explicación, pues nunca, jamás, en todo aquel tiempo habías hecho alusión a que estuvieras comprometido.

-Contraigo nupcias con la hija del duque de Castilla en dos semanas.

La explicación que me das resulta bastante esclarecedora: no es un matrimonio deseado, más bien otro negocio de tu padre. Lo comprendo sin necesidad de más palabras, sé cómo suelen desarrollarse esas cosas. Y un sentimiento de desesperanza inunda mi corazón. Me miras angustiado, como si quisieras que yo hiciera algo. Pero sabes tan bien como yo que sería en vano, una pérdida de tiempo que sólo provocaría enfrentarnos a demasiada gente, lo que acabaría por hacernos más infelices.

Recibo el sobre con la invitación y te doy la carta de mi padre. Te dedico una sonrisa, la última, deseándote lo mejor en tu futura vida. Una vida quizá feliz, quizá no. Quizá llena de alegrías o quizá todo lo contrario. Quizá una vida plagada de sucesos gratificantes, aunque posiblemente hayan otros un tanto amargos. Quién sabe. Pero sí hay algo seguro: no habrá hueco para visitas en carruaje, mucho menos para sonrisas a la hora del crepúsculo.

5 delirio(s):

Azura Schuy dijo...

Tócate los cojones. Deberían escaparse juntos, ñum.

Bibi dijo...

Halaaaaaa *.* Pobrets :/ Diosh! Menos mal que yo no vivo en esa época, en serio, no podría, de verdad.

Tabitha dijo...

Se demuestra que los sentimientos no mueven el mundo como hacen creer los libros. Bonito, de verdad.

Shony dijo...

Ohhhh, odio estas cosas que los separan, yo me escaparía con el u.u, pero pari que bien lo has ecribo, me siento orgullosa de ti :)

Shony dijo...

Dije pari??? XDDDDDDD Marii*

 

Blog Template by YummyLolly.com