sábado, mayo 16, 2015

El tarro de cristal

Papá siempre guardaba las galletas en el mismo tarro de cristal. Cuando apenas tenía cinco años, me ponía de puntillas frente al armario de la cocina y me estiraba, con mucho empeño y esfuerzo, todo lo que mis torpes extremidades me permitían con tal de alcanzarlo. Rara vez conseguía que mis dedos lograran siquiera rozar el tarro de cristal, pero no por ello dejé de intentarlo siempre que me apetecía devorar unas cuantas de aquellas galletas. Casi sin hacer ruido, mamá aparecía en el umbral de la puerta, me observaba con una sonrisa divertida y se acercaba para darme un par de galletas ella misma. Y aunque he de confesar que yo las recibía encantado, una parte de mí las aceptaba a regañadientes, como si tras correr un largo maratón, apenas a unos metros de la meta, alguien me hubiera recogido en una carretilla y me hubiera llevado hasta el final.

Lo extraordinario del suceso del tarro de cristal no residía en mi afán por hacerme con las galletas sin ayuda de nadie más, sino en algo mucho más simbólico, pues el tarro era en sí mismo un símbolo, prácticamente una alegoría. El tarro se encontraba allí desde mucho antes de mi llegada, como un guardián silencioso a través del tiempo, y así continúa siendo a día de hoy. Nadie sabía con exactitud en qué momento había llegado para desempeñar su papel, pero nadie imaginaba que este pudiera ser ocupado por ningún otro objeto. (Puede, sin duda, que haya exagerado un poco este punto de nuestra historia, pues estoy seguro de que mamá recordará perfectamente el lugar donde compró el tarro de cristal y, en especial, el precio que tuvo que pagar por él. ¿Pero no les parece más mágico pensar que nadie conocía su procedencia? Como esos misteriosos individuos con los que uno se cruza en la biblioteca o en la boca del metro, toda esa gente desconocida de la que no sabemos nada y de la que otros lo saben todo. ¿No es el desconocimiento lo que vuelve mágicas algunas de las cosas que nos rodean?). En su interior, las galletas aguardaban su momento, apiladas en tres montones que, aunque nunca logré entender muy bien cómo lo podían hacer, se ajustaban perfectamente a la forma ovalada del frasco. No solían romperse más que las galletas que sufrían la terrible condena de ocupar el último lugar. A menudo permanecían allí durante semanas, olvidadas en el fondo y siendo aplastadas una y otra vez por nuevas galletas. A papá le gustaban tanto que se encargaba de que el tarro estuviera siempre lleno. A decir verdad, por más que trato de acordarme, no recuerdo haberlo visto vacío en toda mi vida.


Puedo decir con toda seguridad que lo único que ha permanecido presente siempre en esta casa ha sido el tarro de cristal. Abro hoy el armario de la cocina y ahí está, una vez más, sin decepciones: la tapa de color marrón oscuro encima, las galletas apiladas en el interior. Papá ya no está, pero el tarro sí. Y las galletas. Recuerdo que le gustaba partirlas en cinco trozos desiguales para, a continuación, machacarlas todavía más en el interior de su taza de café. Creaba una masa pastosa que a él le pirraba saborear cada mañana, pero que revolvía los estómagos de todos los que teníamos ocasión de observar el vaso de cerca. Reconozco que a veces me he planteado probarlo, seguir el procedimiento matutino de papá y descubrir qué tenía ese dichoso y sospechoso desayuno para conseguir que aquel hombre se negara rotundamente a cambiar de rutina y comenzara cada día con aquella taza. Y del mismo modo reconozco que he sido totalmente incapaz de hacerlo, pues la sola idea de intentarlo acaba con todo mi apetito.

En toda casa que se precie hay un tarro de cristal. Y con esto no tengo por qué referirme a un tarro de cristal per se, sino a ese objeto inanimado que desafía el paso del tiempo y acompaña a los habitantes de un hogar cada día de sus vidas. Puede ser un viejo escobero, un reloj de cuco (¿no les encantan los relojes de cuco? ¿O más bien les aterran? Confieso que cada vez que visitaba a mis tíos, observaba el viejo reloj de cuco del salón y cruzaba los dedos a mi espalda, rezándole a Dios para que no diera la hora hasta que yo me hubiera marchado) o un simple perchero. Todos ellos pasan inadvertidos a nuestros ojos, acostumbrados a verlos día tras día. Y un buen día, uno se da cuenta, los reconoce como lo que son: ese símbolo de inmortalidad, que horroriza y reconforta, así, tan contradictorio como suena.

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