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martes, enero 03, 2017

La Chica del Páramo


Hace siete meses que sueño con la Chica del Páramo.

Nuestros encuentros, si me permite que los llame así, no se producen todas las noches, pero desde luego su recuerdo permanece en mi mente durante días. Siempre transcurren igual: sin saber muy bien cómo, descubro que estoy en medio de un lugar completamente desamparado; a veces pienso que es una ciénaga, otras una pradera, depende de la gama cromática que mi subconsciente decida elegir para ese día. No importa si dentro de ese sueño los colores que me envuelven son más cálidos o más fríos, porque los siento igual de vacíos, igual de desolados. Estoy en un páramo, pero no soy la única, ni su dueña.

La Chica del Páramo, tarde o temprano, aparece. Tiene el pelo brillante, tan brillante que no sé si es castaño claro, o rubio, o blanco puro, y lleva un camisón que le llega por encima de la rodilla. Se desliza —o levita, no estoy segura— con parsimonia, aunque sus movimientos no llegan a resultar demasiado lentos. Nunca la he escuchado hablar y ya me gusta su voz. Nunca le he visto la cara y ya sé que es hermosa.

Suelo observarla desde la distancia y nunca me atrevo a acercarme demasiado. Tal vez le parezca extraño mi comportamiento, pero no se lleve una mala impresión, no lo hago con ningún tipo de mala intención. Observándola, he encontrado algo similar a la fascinación. Y le aseguro que en toda mi vida nada me había fascinado lo más mínimo.

Ella nunca me ve. Al menos, eso prefiero creer. No quiero que sepa que me gusta observarla, como si yo de algún modo invadiera su calma, o incluso la acosara. ¡Imagínese! La de cosas que ella podría llegar a pensar. La de cosas que yo no podría dejar de pensar. Ni hablar, sería una pésima carta de presentación, y si ese momento llega alguna vez, el de presentarnos, no puede surgir de una incomodidad.

Resulta curioso cómo, en un lugar tan vacío, una sola imagen pueda hacerle sentir a una tan llena. Me he permitido comprobarlo en varias ocasiones: si aparto la vista hacia otro rincón del páramo, la sensación de soledad vuelve a invadirme con gran pesar; no obstante, en cuanto vuelvo mi mirada hacia ella, recupero el aliento de forma inmediata, como si la Chica del Páramo fuera capaz de controlar mi respiración y mi cuerpo a su antojo. Y me siento así, una marioneta en sus manos, una pobre infeliz que sin planearlo ha acabado en su reino encantado, un reino en forma de páramo.

A veces me pregunto si ha habido otras personas antes que yo, o si las sigue habiendo. Puede que durante esas noches que no consigo encontrarlos —ni a ella ni a su páramo— en ningún lugar de mi subconsciente, otros la visiten, la observen como yo lo hago y se sientan igual de fascinados. Confieso que ese pensamiento hace que algo en mi interior arda de celos, y no pocas noches me ha sacado de la cama tras haberme arrebatado del todo el sueño. Y me encuentro sola en mi propio páramo, con una taza de café en la mano y un enfado que no deja de ser sino una simple rabieta infantil, un enojo innecesario ante la ausencia de un mero producto de mi imaginación.

¿Eso es la Chica del Páramo? Un espejismo, una ilusión. Una proyección onírica de algo que me gustaría tener, pero no. Una chica que no es solo una chica, sino la Chica, la que me espera de noche en su silencioso páramo y me refugia de las atrocidades del mío.

Hace siete meses que despertar ya no resulta tan pesado, no si sé que pronto, cuando termine de afrontar el nuevo día y llegue la noche, volveré a ver a la Chica del Páramo.
martes, septiembre 01, 2015

Agua


Me relaja observar el agua. Siempre está en movimiento, nunca se detiene. Ni siquiera cuando ningún bote cruza el río, ni cuando el viento desaparece y no mueve la superficie. Nada la detiene. Supongo que me gustaría ser agua, aunque siempre he sido fuego, y siempre he tenido miedo de consumirme. Sin incorporarme, todavía apoyada en la barandilla, giro la cabeza hacia él. Está mirando el río fijamente. Y algo en sus ojos hace que, en ese instante, lo comprenda. Porque Stiles es agua, y yo me muero de sed.
sábado, mayo 16, 2015

El tarro de cristal

Papá siempre guardaba las galletas en el mismo tarro de cristal. Cuando apenas tenía cinco años, me ponía de puntillas frente al armario de la cocina y me estiraba, con mucho empeño y esfuerzo, todo lo que mis torpes extremidades me permitían con tal de alcanzarlo. Rara vez conseguía que mis dedos lograran siquiera rozar el tarro de cristal, pero no por ello dejé de intentarlo siempre que me apetecía devorar unas cuantas de aquellas galletas. Casi sin hacer ruido, mamá aparecía en el umbral de la puerta, me observaba con una sonrisa divertida y se acercaba para darme un par de galletas ella misma. Y aunque he de confesar que yo las recibía encantado, una parte de mí las aceptaba a regañadientes, como si tras correr un largo maratón, apenas a unos metros de la meta, alguien me hubiera recogido en una carretilla y me hubiera llevado hasta el final.

Lo extraordinario del suceso del tarro de cristal no residía en mi afán por hacerme con las galletas sin ayuda de nadie más, sino en algo mucho más simbólico, pues el tarro era en sí mismo un símbolo, prácticamente una alegoría. El tarro se encontraba allí desde mucho antes de mi llegada, como un guardián silencioso a través del tiempo, y así continúa siendo a día de hoy. Nadie sabía con exactitud en qué momento había llegado para desempeñar su papel, pero nadie imaginaba que este pudiera ser ocupado por ningún otro objeto. (Puede, sin duda, que haya exagerado un poco este punto de nuestra historia, pues estoy seguro de que mamá recordará perfectamente el lugar donde compró el tarro de cristal y, en especial, el precio que tuvo que pagar por él. ¿Pero no les parece más mágico pensar que nadie conocía su procedencia? Como esos misteriosos individuos con los que uno se cruza en la biblioteca o en la boca del metro, toda esa gente desconocida de la que no sabemos nada y de la que otros lo saben todo. ¿No es el desconocimiento lo que vuelve mágicas algunas de las cosas que nos rodean?). En su interior, las galletas aguardaban su momento, apiladas en tres montones que, aunque nunca logré entender muy bien cómo lo podían hacer, se ajustaban perfectamente a la forma ovalada del frasco. No solían romperse más que las galletas que sufrían la terrible condena de ocupar el último lugar. A menudo permanecían allí durante semanas, olvidadas en el fondo y siendo aplastadas una y otra vez por nuevas galletas. A papá le gustaban tanto que se encargaba de que el tarro estuviera siempre lleno. A decir verdad, por más que trato de acordarme, no recuerdo haberlo visto vacío en toda mi vida.


Puedo decir con toda seguridad que lo único que ha permanecido presente siempre en esta casa ha sido el tarro de cristal. Abro hoy el armario de la cocina y ahí está, una vez más, sin decepciones: la tapa de color marrón oscuro encima, las galletas apiladas en el interior. Papá ya no está, pero el tarro sí. Y las galletas. Recuerdo que le gustaba partirlas en cinco trozos desiguales para, a continuación, machacarlas todavía más en el interior de su taza de café. Creaba una masa pastosa que a él le pirraba saborear cada mañana, pero que revolvía los estómagos de todos los que teníamos ocasión de observar el vaso de cerca. Reconozco que a veces me he planteado probarlo, seguir el procedimiento matutino de papá y descubrir qué tenía ese dichoso y sospechoso desayuno para conseguir que aquel hombre se negara rotundamente a cambiar de rutina y comenzara cada día con aquella taza. Y del mismo modo reconozco que he sido totalmente incapaz de hacerlo, pues la sola idea de intentarlo acaba con todo mi apetito.

En toda casa que se precie hay un tarro de cristal. Y con esto no tengo por qué referirme a un tarro de cristal per se, sino a ese objeto inanimado que desafía el paso del tiempo y acompaña a los habitantes de un hogar cada día de sus vidas. Puede ser un viejo escobero, un reloj de cuco (¿no les encantan los relojes de cuco? ¿O más bien les aterran? Confieso que cada vez que visitaba a mis tíos, observaba el viejo reloj de cuco del salón y cruzaba los dedos a mi espalda, rezándole a Dios para que no diera la hora hasta que yo me hubiera marchado) o un simple perchero. Todos ellos pasan inadvertidos a nuestros ojos, acostumbrados a verlos día tras día. Y un buen día, uno se da cuenta, los reconoce como lo que son: ese símbolo de inmortalidad, que horroriza y reconforta, así, tan contradictorio como suena.
lunes, febrero 09, 2015

Corazones humanos


—¡Arráncamelo! —exclama de pronto—. ¡No puedo más, es insoportable! No lo aguanto, se escapa a mi control. No soporto la forma en la que bombea aceleradamente con tu recuerdo. O sentir cómo se encoge cada vez que alguien pronuncia tu nombre. ¡Ya no lo quiero, ten! ¡Tíralo donde quieras! Porque tampoco pienso convertirme en una de esas personas que lo guardan en un frasco de cristal y lo llevan consigo a todas partes, mostrándolo, exhibiéndolo como un trofeo. Y casi parecen gritar: 

«¡Mira, lo tengo aquí guardado,
así que trátame con cuidado
y no hagas que se estampe contra el suelo...!».

Qué más da que se haga añicos,
si cada vez que lo miro
ardo más en tus infiernos.
domingo, enero 25, 2015

Monique

Monique lleva el pelo muy corto, pero no tanto como para que la confundan con un chico; flequillo recto y un par de mechones recogidos con una horquilla. Su madre tiene un gusto exquisito para la ropa, así que siempre va vestida con preciosos jerseys de lana, minifaldas de colores y calcetines hasta las rodillas. Sus ojos son del color del café, ese que todos los adultos toman por las mañanas antes de irse a trabajar y les da la suficiente energía para afrontar cada día. Por eso, para ella, Monique es como el café. Porque tiene exactamente ese efecto; por mucho que sean las ocho de la mañana, su solo recuerdo aleja todo rastro de sueño de su cuerpo y le hace darse prisa para llegar con tiempo de poder verla.

Monique va a Tercero B, la clase de al lado. ¡Y vaya usted a saber por qué no le tocó estar en el grupo A, con ella! Aunque jamás hayan compartido una sola clase juntas, está acostumbrada a verla a diario. A primera hora se queda rezagada para ver llegar a Monique con su mamá, y al acabar siempre es la primera en recoger y salir del aula a toda prisa para decirle adiós con la mano. Recuerda su primer día de escuela, los nervios y el miedo de pasar tanto tiempo fuera de casa. Pero sobre todo recuerda a Monique, cerrando su paraguas rojo, mirándose los zapatos mojados por la lluvia. Ella se acercó y le prestó su pañuelo para que pudiera limpiárselos. Hacía mucho frío en París y Monique no podía pasarse el día con los pies mojados. Se hubiera resfriado. Y ella no se lo hubiera perdonado.

A los niños de su clase les gusta correr tras las niñas en el patio y jugar a darse besos. Una vez Antoine casi llegó a besar a Monique, pero esta se deshizo de él con un encantador «no podemos besarnos porque no somos novios y solo los novios se pueden dar besos». Ella a veces se pregunta cómo sería besar a Monique. Correr tras ella por los jardines, atrapar la manga de su jersey y obligarla a detenerse. Quizá se acercaría un poquito primero, para ver hasta dónde alcanza el castaño de sus ojos, y luego alargaría la mano para pasar el pulgar sobre los labios de Monique. Seguro que son suaves, y cálidos. Ustedes no entienden la importancia de que sean cálidos porque no han vivido un invierno en París. ¿Cómo sería sentirlos contra sus propios labios? La sola idea le produce un cosquilleo en el estómago.

Una tarde le habló a su nana de Monique, sin escatimar en detalles. Le dijo, incluso, que le gustaría besarla. Pero la nana la reprendió y le dijo que eso no estaba bien, que las niñas se besaban con niños. ¡Pero ella, como ya saben, no quiere besar a ningún niño de su clase! ¡A ella solo le interesa saber cómo es besar a Monique!

Por eso sigue dándose prisa por llegar pronto a la escuela, haga frío, llueva o nieve. Por eso continúa llevando su pañuelo bien guardado en su bolsillo; quizá Monique vuelva a necesitarlo.
miércoles, enero 21, 2015

Cupid's demanding back his arrow

Cupido no fue el dios más valorado en la época romana. Ni siquiera lo es a día de hoy. Cupido piensa que cualquiera de los otros dioses ha sabido cumplir mejor con su cometido y se castiga en silencio por todos los horrores que sus flechas han provocado. Su tarea es ardua, mucho más de lo que se tiende a pensar. Y más que una tarea, con el tiempo, se ha ido convirtiendo en una pesada carga. La tremenda responsabilidad de ser el arquero causante de numerosas tragedias. Cupido observa desde la lejanía los efectos de sus flechas y se pregunta qué sentido tiene todo lo que hace. ¿Se les ha preguntado a los mortales si desean o no la visita de Cupido en su efímera existencia?

Nadie sabe que Cupido tiene miedo de sus propias flechas. Conoce bien su poder. Ha visto toda la ruina que dejan a su paso. Por eso sostiene cada flecha con cuidado. Tensa el arco despacio, inspirando profundamente, y la deja ir con angustia, como quien corta la cabeza a un sentenciado. No se libra de un peso al verla volar, sino que carga con él a partir del momento en que la suelta. Y Cupido desaparece de la escena, sin mirar atrás, en parte por temor a ver el inicio de otra de las catástrofes de las que se siente enormemente culpable.

A veces, Cupido sueña con remediar todo el daño que ha causado. Porque la idea de que no todo está perdido alivia su angustia, aunque tan solo sea un poco. Imagina que vuela sobre cada uno de los mortales a los que ha disparado alguna vez y les pide que le devuelvan sus flechas. No se imagina cómo sería pedirles perdón, pues Cupido en realidad teme más la ira de los mortales que la ira de los dioses. Los primeros sí tienen motivos para odiarlo. Pedirles perdón significaría revelarles que, en efecto, ha sido él el único responsable de toda su desdicha. Y puede que Cupido, al fin y al cabo, tan solo sea un cobarde alado con un arco.
domingo, noviembre 30, 2014

I'll fend attention off, I keep to myself


Nada lo hace bien. Eve, quiérete más. Eve, come más. Eve, duerme más. Eve, más, más, más. Y su cabeza no para de dar vueltas ante tantas exigencias, sin saber exactamente hacia dónde dirigir su atención. Le gustaría poder tumbarse durante horas en su cama. Cerrar los ojos, dejar que todo desaparezca. Viajar, por un rato, a un lugar en el que no se espere nada de ella; un lugar muy lejos de este, donde no existan voces. Está harta de las voces. Podría, quizá, despegar los labios y dejar que la suya se escuchara. Por una vez. No hablaría, porque nadie la escucharía. Pero cantaría. Tan fuerte que el corazón le latiría muy deprisa, que sus ojos se abrirían y, sorpresa, alguien sí escucha sus letras.
miércoles, noviembre 05, 2014

(Locos de) atar

—Sois tan complicados —susurró, y me estremecí. Sobre todo por la forma en la que lo dijo. Nunca había escuchado pronunciar aquellas palabras en aquel tono, con aquella expresión. Realmente parecía lamentarlo. Y nadie nunca parece lamentarlo. El caso es que se dio la vuelta, de manera ceremoniosa, cuidando hasta el más mínimo movimiento de su cuerpo, para luego dejarse caer con lentitud y parsimonia en la vieja butaca. Sus labios estaban cerrados, pero aún podía escuchar su voz en mi mente repitiendo esas tres palabras. Yo comenzaba a entenderlo, o eso creía. Él lo intuía. Puede que lo viera en mi cara de horror, la cara de alguien que por fin lo ha comprendido. No sonrió (porque no era motivo de risa, ni siquiera de alegría o satisfacción). Ahora me doy cuenta de que nunca lo vi sonreír. Aguardó unos segundos más, como si respetara mis meditaciones, y luego prosiguió—: De donde vengo es distinto. No existe todo... esto. Puedes vivir un día una y otra y otra vez, pero un buen día te levantas y todo es distinto. No estás en tu casa, no es tu familia, no tienes tu trabajo. Puede que ni siquiera tengas nada de todo ello. Y a nadie le importa, porque no somos tan complicados. Vuestro problema no es solo que os dejáis atar, sino que os encanta atar. Atáis, atáis, atáis. No hacéis otra cosa, día tras día, a cualquier hora. No podéis parar. Atáis a otros y también a vosotros mismos. Cuanto más efímero sea, más os atáis. Os atáis a vuestras llaves, a vuestros libros, a vuestras labores. Os encanta ataros a vuestras sábanas, pero también a las de otros. Os atáis a vuestros sueños, a vuestras metas. A vuestros principios, a vuestras morales; a vuestras creencias, a vuestros delirios. Os atáis a vuestros paraísos y a vuestros infiernos. A todo aquello que se os presente. Todo atado, bien atado, hasta que apenas se os puede distinguir entre tantas cuerdas y cadenas. Y un día, oh, un día lo entenderás de verdad, pequeña. De mejor o peor manera, lo entenderás. Puede que lo entiendas tratando de anudarte bien una de esas cuerdas, o quizá lo hagas cuando ésta te esté rodeando el cuello.


sábado, marzo 02, 2013

Historia de estrellas

Era tímida. De las que ni siquiera murmuran un 'gracias' cuando alguien les hace un cumplido, y por ese motivo algunos llegaron a pensar que era algo arrogante. Le gustaba permanecer callada mientras los otros hablaban y hablaban. Y si debía tratar algún tema con alguien, solo con los que le agradaban. Las miradas, en silencio. El chocolate, caliente. El regaliz, rojo. Los libros, en papel. Y la vida, en forma de palabras.

Era eléctrico. Al menos, eso había pensado ella cuando lo vio. Que una energía salía de entre cada una de sus pestañas y la sacudía sin reparo. Y aún así, no podía apartar la mirada. No podía. Era eléctrico, y todos lo veían. Era tan eléctrico que le dio vértigo. Pero cuanto más eléctrico se volvía, más hipnotizante resultaba. Pasó mucho tiempo vagando alrededor, como un náufrago sin saber del todo si nadar hacia el faro o hundirse en el océano, hasta que fue inevitable perderse en la explosión de luz. Mas contra todo pronóstico, su vista permaneció completamente intacta. Una vez lo alcanzó, la energía dejó de generarse con tanta violencia. Y entonces comprendió. Que la luz no se veía desde el lugar en el que se había adentrado; allí sólo había paz, calma, sombras que se reían de los espejismos del exterior. Por algún motivo, se sintió dulcemente cómoda.

Eran extraordinarios. Seguían los mismos pasos de siempre, nada había cambiado. Nunca fueron estrellas, pero brillaron sin cesar. Y cuando no había nadie más, ella no era tan tímida, él no era tan eléctrico. Una mirada para llegar a entender lo que la voz no le permitía.

Ha pasado mucho tiempo y, sin duda, todo sigue igual. Siguen sin apagarse, probablemente nunca lo hagan. Poco importa el tiempo: si no son estrellas, nadie puede obligarles a dejar de brillar.
viernes, febrero 15, 2013

Sad beautiful tragic love affair

No he aprendido –a pesar de todo el tiempo que ha pasado– a cocinar utilizando las cantidades exactas. O me paso o no llego. De hecho, he de confesar, la mayoría de los días termino comprando comida pre-cocinada en el Mercadona de la esquina. Casi toda me resulta insípida. Pero las lasañas están bien, aunque me queme constantemente por ser una impaciente. No es que lleve una dieta saludable que digamos, pero mi ritmo de vida últimamente no ha sido muy ejemplar. Otra de las cosas que no he aprendido a hacer es a tender la ropa. Ahora me parece algo tan extremadamente aburrido... He pensado en comprarme una secadora, pero siento que serían demasiados cambios. Novedades que no puedo permitirme, no tan pronto. Tampoco consigo ver películas: todas las sinopsis me recuerdan a lo mismo. El sofá me resulta demasiado amplio. Las palomitas se me antojan repugnantemente saladas. No consigo dormir en mi habitación; suelo despertarme por las mañanas en el sofá, con la televisión encendida y el sabor del vodka en los labios. Me abstendré a hablar sobre el estado del piso en general. Nunca estuvo tan inhabitable. De todas formas, sigo viva. ¿No?

Al parecer, y esto lo resumirá todo brevemente, no me he adaptado a estar sola. Ya son varias las personas que me han animado a buscar algún compañero de piso (porque, seamos realistas, no sé cuánto tiempo podré afrontar todos los gastos yo sola). Dicen que me vendría bien algo de compañía, que no me hace bien la soledad. Yo creo que no saben lo que dicen. He estado sola durante toda mi vida, ¿por qué no podría sobrellevarlo ahora? Y para colmo, mamá llamó anoche. Que si quería pasar unos días en casa, dijo. Como si pudiera llamar "casa" a algún sitio a día de hoy. Sé que se preocupa, como a todos les ha dado por hacer ahora. No es que se lo reproche, al menos no a nadie que no sea yo, pero quizá deberían haberlo hecho mucho antes. Ahora ya no tiene sentido. He caído en una rutina vacía y monótona, todo lo que dije que no quería volver a hacer. Y si soy feliz o no parece una pregunta irrelevante. No por la posible obviedad de la respuesta, sino por el hecho de que no me interesa preguntármelo.

Te escribo única y exclusivamente porque me lo pediste. "No te olvides de enviarme algún e-mail, Merr. Cuéntame cómo te va". Pues bien, aquí lo tienes.

Te dejo. La lasaña se enfría.

Cuida de todos.
domingo, mayo 27, 2012

Always

Abre con impaciencia el sobre, de tal forma que consigue romper también el borde de la carta que hay en su interior. No importa. El papel ya estaba dañado por el paso del tiempo. La abre y lee su contenido...

Dear Jane
I met a boy. He's not like the rest. He's more interesting. Smarter. Of course he's handsome as well. But the thing is... I knew him. I mean, before our meeting. I've known him since... always. I think he has always been inside my head, protecting me... Always in my dreams.
But if I told you his name, you'd never believe me.


Y no puede creer lo que está leyendo.

TGWCE, T.P.
lunes, mayo 14, 2012

The world is ours

Me he apartado algo del grupo, tan sólo un minuto para poder rememorarlo. Es un viejo recuerdo, pero quizás el más vivo de todos los que conservo. Pertenece a Irlanda. Cuando era pequeña, mi abuelo solía llevarme a dar largos paseos por la orilla del mar. Una noche, cuando la luna apareció sobre nosotros, dijo: ¿Ves la luna, Aileen? ¡Cógela, es para ti! Haz con ella lo que quieras.

Las fiestas en la playa siempre han sido mis favoritas. Amo el mar, las olas, la arena, todo lo que tenga que ver con él. Me trae buenos recuerdos. Como ése.



Ahora que me marcho, de nuevo, regresa el mismo sentimiento de siempre. Os voy a echar de menos. Debería estar acostumbrada a todos los cambios, los viajes, las mudanzas, pero lo cierto es que siguen afectándome mucho. No es miedo de avanzar sin saber lo que vendrá, ni tampoco de dejar atrás todo esto. Es miedo de no dejar de hacerlo nunca. ¿Liverpool? Bueno, he estado otras veces, pero nunca imaginé que mis padres decidirían vivir allí... dios sabe durante cuánto tiempo. No hemos estado ni un año en nuestra última casa. La idea ni me emociona ni me disgusta. Simplemente es una mudanza más (¿la sexta, puede ser?). Otro cambio, otro comienzo. Otra vida.

-¡Aileen! ¡Vamos, Aileen, ven a probar esto!

Al parecer Nitch ya ha empezado a experimentar con la comida. Sonrío al escuchar su voz y decido regresar con mis amigos, pasar las pocas horas que me quedan en este lugar con ellos, no sin antes echarle un último vistazo al mar. A la luna.

Ahora entiendo a qué se refería mi abuelo... ¿Lo ves, Aileen? Sí, claro que lo veo: es el mundo, a mis pies. Cógelo, ¡cojámoslo! Es para nosotros. Nuestro. Hagamos con él lo que queramos.

Mientras regreso junto a la hoguera, me pregunto si la luna se verá tan apetecible desde Liverpool.
domingo, abril 01, 2012

Safe and sound

Es gracioso porque, a pesar de que hace días que no nos vemos, tengo la corazonada de que te está yendo bien. No he visto tu imagen en el cielo (y créeme cuando te digo que cada día, cuando el cielo comienza a oscurecerse, se me hace un nudo en la garganta, deseando de una vez ver a quién pertenecía el cañón que he escuchado con anterioridad), lo cual ya es todo un regalo. El bosque es cada vez más cálido por la mañana, pero más frío de noche. Quedamos pocos. Cada vez estás más cerca de casa. Y mi único deseo hoy, aquí, ahora, es que... estés donde estés, sea sana y salva.
jueves, marzo 01, 2012

Epistulae

En épocas de nevada, ni siquiera los empleados del feudo regresaban a la ciudad con sus familias: aguardaban la llegada de un tiempo mejor en la propiedad de mis tíos. Tal era el caso de Don Renato, íntimo amigo de mi fallecido abuelo paterno. Nadie tenía demasiado claro cuál era la tarea del buen caballero en aquel lugar, mas siempre había estado allí, mucho antes de que mis tíos heredaran la propiedad, y a ninguno de los que allí vivían parecía inquietarles su presencia, sino todo lo contrario, pues estoy más que segura de que todos lo hubieran echado en falta.

No obstante, Don Renato era una figura tan excéntrica como desconcertante. A pesar del cariño que todos profesaban a mi querido caballero, desde el primer día de mi estancia en el feudo se me hizo saber que el cerebro de Don Renato ya no regaba bien. Era un hombre entrado en años, con la piel arrugada y una fina capa de cabello blanco en la cabeza. Solía pasar las mañanas en la biblioteca -labor que, sobra decir, yo admiraba profundamente, aún sin saber en aquel momento a ciencia cierta con qué clase de libros se deleitaba-, y regresaba a la planta baja, donde la mayoría del personal y la familia Jovellanos nos encontrábamos, sobre las tres de la tarde. Como buena invitada que era, ayudaba en todo lo posible, aunque mis tíos insistían en mantenerme apartada de la cocina y, sobre todo, del ala oeste, donde las doncellas cosían y lavaban. 

Mis encuentros con el caballero del que os hablo se desarrollaron, especialmente, durante la noche, tras la cena en el comedor. Todos coincidían en que a Don Renato le gustaba fantasear y contar sucesos que jamás habían ocurrido, mas yo disfrutaba como una niña escuchando sus relatos cada noche. Nadie prestaba atención salvo yo, y este hecho pareció alentarlo a continuar sus narraciones. Y cada día que pasaba, más segura me encontraba de que las historias de Don Renato eran absolutamente ciertas: cuando alguien trata de contaros una historia falsa -y, prestad especial atención a esto-, suele acabar cayendo en sus propias zarzas de mentiras, dejando confusas lagunas entre los hechos. Sin embargo, éste no era el caso de Don Renato, quien recordaba acontecimientos que ya me había contado días atrás con breves alusiones ("... y esto ocurrió, mi querida Sofía, exactamente tres meses después de llegar a Sevilla, tras el altercado con los marroquíes de Granada..."). Sus historias eran tan misteriosas y entretenidas que pronto se convirtieron en mi parte favorita de los días que pasé en el feudo. En una de nuestras tantas conversaciones llegó a hacer mención a su estancia en la Corte -a lo que algunos sirvientes que se encontraban presentes respondieron con una carcajada- de los Austria. Pero yo, insisto en esto, creí todo lo que me contó, y más tarde supe que, en efecto, Don Renato fue gran amigo de la familia real española.

Pocos saben, puesto que pocos fueron los que se dignaron a prestarle atención, que Don Renato, a pesar de fallecer sin descendientes, no había estado falto de romances. ¡Oh, por supuesto que no! Había existido una mujer. En realidad, siempre existe una mujer, ¿no creéis? Y sonrío al recordar el mágico brillo que iluminaba sus ojos cuando me hablaba de su Jeanette, una mujer francesa que había conocido en uno de sus viajes. Desgraciadamente, había sido un amor imposible en toda regla, pues ella ya se hallaba en matrimonio con otro hombre; lo cual, por otro lado, no fue un impedimento para que ambos llegaran a compartir lecho. Al parecer, Jeanette se había casado muy joven con un hombre muy mayor, algo muy común desde luego. Y si os aporto este dato no es por otro motivo sino para que sepáis que, por lo menos en lo que a mí respecta, puedo comprender el comportamiento de ambos amantes. Don Renato hablaba de su Jeanette como si se tratara de su propia vida; la tristeza que debió provocarle verse obligado a separarse de su amada, así lo he creído siempre, fue la causa de su abstracción, de la aparente demencia que todos le atribuían.

Fue años después, tras su fallecimiento, cuando regresé al feudo de mis tíos, que descubrí su pequeño secreto. Decía al principio que Don Renato solía pasar las mañanas en la biblioteca. Pues bien, decidí que, como la estancia se encontraría vacía sin la presencia de mi querido amigo, dedicaría un par de días a estudiar la biblioteca, ver qué clase de obras conservaba entre sus estanterías. No me llevó mucho tiempo encontrarlas, bajo un montón de libros que nadie se había molestado en devolver a sus lugares correspondientes: un conjunto de cartas, alrededor de cincuenta, firmadas por la para mí ya familiar Jeanette; junto a estas, otro montón más (aunque mucho más elevado, rondando las doscientas) firmadas por Don Renato con Jeanette como destinataria. Una serie de cartas que nunca habían sido enviadas, un montón de sentimientos y confesiones que jamás me atreví a leer, al igual que él tampoco a enviar... Por miedo a que su marido lo descubriera, por miedo a que ella ya no se acordara de él... Quién puede saberlo. Aún así, creo necesario que éstas lleguen, finalmente, a su destino. Con vos, querida Jeanette. Estoy segura de que querréis tenerlas en vuestro poder. También espero, por otra parte, poder reunirme con vos algún día y contaros en primera persona, a vuestro lado, las miles de maravillas que Don Renato de Toledo me contó sobre vos.

A sus pies,

Sofía Ana de Jovellanos

Fortis est ut mors dilectio...
viernes, noviembre 04, 2011

Danny

-Venga, vamos a tu casa...

Por quinta vez, la hace a un lado. Ella, contrariada, frunce el ceño. Él le dedica una mirada de fastidio.

-Te he dicho que no, Grace.

De un salto esquiva los columpios y continúa caminando hacia la carretera. Aún escucha los gritos caprichosos de la joven. Finalmente, oye que regresa junto al grupo de adolescentes que se han trasladado al parque frente al instituto, al acabar el baile de graduación, para continuar la fiesta allí.

Danny está cabreado. ¿Y cómo no estarlo? Con el mundo, con Grace, con ella. Y, sobre todo, con él. Esta vez la ha jodido del todo. Lo ha notado en el tono de voz de Holly, en la manera en que lo ha tratado... Incluso en la oscuridad ha podido distinguir sus ojos vidriosos, arriba, observándolo desde lo alto de la ventana de su habitación, que le han partido el alma. Golpea un contenedor de basura con el puño. ¡Joder! Qué... idiota.

El año escolar se ha terminado. Es el final... o la oportunidad, para muchos, de comenzar algo nuevo. ¿Y él, qué hará? No lo sabe, no le preocupa no saberlo. Y, de pronto, le empieza a preocupar que no le preocupe no saberlo. ¿Qué hará Holly? Sí, eso sí le preocupa. Probablemente irá a la universidad, ojalá le den esa beca que tanto ha estado esperando. Crecerá, se convertirá en una mujer guapísima. No le faltarán candidatos para ser su marido. ¿Y qué tendrá él que hacer entre todos esos? Tíos guapos, ricos, posiblemente más educados y menos gilipollas que él...

Toma asiento en un banco, cerca de la esquina que da a su calle. No le apetece llegar a casa y encontrarla vacía. Es más que probable que su padre esté en algún motel de las afueras con Sam, su secretaria. Su madre habrá salido con su grupo de amigas de la universidad, o quizá esté follándose al ex-marido de la señora Vanhaussen. En cuanto a su hermano mayor, ése simplemente nunca está. Qué mierda de mentiras, de engaños. Qué mierda de vida. Se da cuenta, de repente, que él no quiere que la suya sea así. Pero tendrá que hacer algo para cambiarlo...

¿El qué?

Reflexiona. Se enciende un cigarrillo, eso le ayuda a pensar. Y, en su mente, un nombre. Holly. Sí, ella. Ella es la única solución, la vía de escape entre tanta mierda. ¿Pero qué demonios te ocurre, Danny? Ya se te ha puesto la sonrisa tonta en la boca, como cada vez que piensas en ella. Suspira. Es tarde. La ha cagado. Pero no, no puede ser, la cosa no puede acabar así. Debe haber alguna forma de remediarlo, algo que le ayude a recuperarla...

¿El qué?

Idea. Se levanta de golpe. Debe hacerlo ya, antes de que sea demasiado tarde. Saca el móvil mientras camina a paso rápido a lo largo de la avenida. Y mira la hora: ya son las cuatro.
jueves, noviembre 03, 2011

Ashley

¡Qué bonito es ser la reina del baile! La más guapa, la más envidiada y deseada. Toda chica sueña con serlo una vez en su vida, especialmente si es su último año en el instituto. Curiosamente, ella ha podido disfrutar de ese privilegio. No obstante, ¿alguien la creería si supiera que ha sido la noche más amarga de toda su existencia?

¡Ashley! ¡¿Pero qué demonios has hecho?! Quítatelo ahora mismo y dámelo... Es lo único que le ha dicho su madre, a gritos, cuando ha llegado a casa y ha visto todas las manchas y el par de desgarrones que llevaba en el vestido de graduación. Como no podía ser de otro modo, no ha visto las lágrimas que inundaban los ojos de su hija, así como tampoco el maquillaje corrido y el leve temblor de sus labios. Qué más da. Todo eso quedaba eclipsado por el deterioro del vestido de casi diez mil dólares que le compró a su hija para que estuviera, sencillamente, deslumbrante en su último baile en el instituto.

Antes de llegar a su habitación, Ashley se ha quitado la ropa y se la ha dado a su madre. Y cuando ha entrado en su cuarto, ha visto su silueta en el espejo. Primero, vacila, pero no tarda en dar dos pasos atrás y detenerse frente a él. Puede ver su cuerpo reflejado, pero no se reconoce en él. Es como verse desde otro punto de vista, lejano, como si no fuera ella la que ocupara aquel cuerpo y, por tanto, no pudiera responder por él. Ve sus hombros convulsionarse, las lágrimas que continúan resbalando por sus mejillas, pero no lo siente. De hecho, ya no siente nada. Observa su piel, amoratada en algunos lugares, tanto por el frío como por lo que ha sucedido. El sujetador, colocado torpemente, está sucio. Se lo quita, a la vez que la parte de abajo del conjunto, y queda totalmente desnuda frente al cristal. Sólo hay algo que todavía no se ha quitado: sobre su cabello aún conserva la corona de reina del baile. Quiere quitársela, arrancarla, tirarla con fuerza contra la pared, pero sus manos ya no le responden.

Débil. Cae al suelo, convulsionándose, y aprieta los labios con los dientes para no llorar hasta incluso llegar a hacerse sangre. Araña con fuerza la alfombra de terciopelo; siente sus uñas romperse una a una por culpa de la ira que la posee. Pero todo dolor físico resulta una mera caricia en comparación a lo que guarda en su interior.

No recuerda cuántas horas ha estado así, pero se sorprende al descubrir la hora en el reloj de la pared. Ya son las cuatro. Se levanta y tras coger ropa limpia entra en el baño para darse una ducha. Encuentra su teléfono móvil en el lavabo. Marca el número de Holly, por instinto. Pero ésta no le contesta. ¿Qué está haciendo? ¿Todavía estará en el baile? No puede ser, ya es muy tarde. Al tercer intento, tira el móvil al suelo, enfadada. Todo el mundo parece imbécil esa noche. Recuerda perfectamente las miradas (algunas, preocupadas; otras, burlonas) de la gente, lejos de envidiarla por ser esa noche la reina del baile: todos se han enterado de lo de Jason con la de quinto. ¿Y creen que ella no? Lo supo incluso antes que ellos. Pero ha estado demasiado cabreada y ocupada para enviarlo a la mierda oficialmente. Ashley se cuela dentro de la ducha y un instante más tarde el agua cae sobre su piel. Igual que el bruto de Charlie y sus amigotes, que, hasta el culo de coca, la han acorralado en el baño y se han aprovechado de ella. Eh, venga, Steve, no seas marica, escuchaba que le decían al más pequeño, que no quería tomar parte en aquello. Si ha de ser sincera no recuerda nada más, la ansiedad la ha invadido por completo y sólo ha podido cerrar los ojos, y esperar que todo pasara, eran demasiados contra ella sola...

Ni siquiera dentro de la cama, tapada con varias mantas, consigue dejar de tiritar. ¿Y ahora qué?, se pregunta. ¿Qué se supone que debe pasar? Si a nadie le importa, si nadie luchará por ella... Quizá es hora, por fin, de que empiece a hacerlo ella misma.
miércoles, noviembre 02, 2011

Holly

Ya son las cuatro.

Vuelve a asegurarse. Levanta la muñeca derecha hasta la altura de sus ojos y entrecierra éstos para poder ver mejor. Puede oír el tic-tac de la varilla más larga, la de los segundos. No hay duda, ya son las cuatro. Teniendo en cuenta que debía estar en casa a las once para acostar a Mike, no es que llegue precisamente a tiempo.

Pero, ¿importa?

Holly mete, sin cuidado de no hacer ruido, su llave en la cerradura. Tras un breve forcejeo, la puerta se abre. Un aroma a queso rancio y a cerveza se cuela por sus orificios nasales. No le provoca mueca alguna, está acostumbrada a aquel olor. Avanza por el pasillo a oscuras, con cuidado de no pisar ninguna prenda sucia, alguna lata vacía o cualquier otro objeto que no debería estar allí. Sin embargo, termina pisando varias bolsas de plástico que alguien ha dejado olvidadas la tarde anterior en el suelo, muy cerca de la puerta de la cocina. Va directa a la habitación del fondo, la de Mike, pero se detiene al pasar por delante de la de su otro hermano y ver que todavía está despierto.

-¿Kellan?

El resplandor de la pantalla del televisor ilumina su rostro cansado. El pequeño de tan sólo nueve años frunce el ceño sin apartar la vista del aparato, ni siquiera alza la vista para mirar a su hermana cuando le dice:

-¿Qué?

Tampoco Holly está sorprendida de haberlo encontrado despierto. En el fondo sabe muy bien que Kellan nunca puede conciliar el sueño hasta que ella llega a casa. Holly cierra la puerta tras de si y descubre que Kellan está viendo en la televisión una peli porno nocturna. Sin más dilación, apaga el televisor.

-No deberías ver esas cosas.

Haciendo caso omiso a las protestas de Kellan, la joven lo envía a dormir. Busca en sus cajones algún pijama limpio, pero no lo hay: todos están por el suelo desde hace varios días. Suspira y lo arropa sin quitarle su chándal gris.

Antes de que Holly haya abandonado la habitación, Kellan ya se ha dormido. Camina hasta la habitación de su otro hermano y tampoco esta vez se sorprende al descubrir que, a diferencia de Kellan, Mike sí está dormido. A pesar de ser más pequeño, siempre ha sido más responsable. A menudo Holly se pregunta de quién lo habrá aprendido.

-¿Holly, eres tú?

Entra en su habitación sin contestar a esa voz embriagada que llega desde el fondo del corredor, probablemente porque le trae malos recuerdos sobre todo a esas horas de la madrugada, cuando era manoseada por él. Nunca le ha llamado padrastro, ni tampoco por su nombre. Simplemente es el tipo que se tira a mamá y de vez en cuando trae dinero a casa porque las apuestas de la semana le han sido favorables. En realidad, a Holly no le gusta llamar a nadie a quien odia por su nombre. No son para ella siquiera dignos de ser nombrados por una palabra propia.

Se acuesta en su cama sin quitarse el vestido. Y llora. ¿Motivos? Los puede hallar por todas partes, pero esa noche son más especiales, si cabe. Porque ha terminado su último curso del instituto, porque no ha aprobado ninguna asignatura. Porque el baile de graduación ha sido una impresionante mierda. Porque Jason Highway, el novio de Ash (su mejor amiga), se ha follado a una de quinto y todos lo saben, menos ella. Porque, para variar, Danny le ha estado comiendo la boca a Grace delante de sus narices... Porque es adolescente, y el mundo le pide a gritos que, día a día, comience a dejar de serlo si quiere que su familia esté bien.

Qué injusto, ¿no?

Un ruido en la ventana. Lo ignora. En su cabeza todavía tiene miles de imágenes de esa misma noche. Recuerda, sin saber por qué, la voz de Dianna. ¿Quieres? Una bolsita llena de algo que incluso en la oscuridad puede identificar como maría. Alza una ceja. Vamos, Holly, lo pasaremos bien. Si Ash ni siquiera sabe cómo fumarse todo eso ella sola, piensa Holly mientras la chica le sonríe. Rechaza la invitación, no tiene ganas de ver lo ridícula que estaría su compañera fumando algo de lo que no tiene ni idea que le provocará.

Otro golpecito. Esta vez ya no puede ignorarlo. Se levanta, sube el cristal de la ventana y asoma la cabeza. Abajo, una silueta con un grapado de piedrecitas en la mano que suelta en cuanto Holly aparece. Danny. No podía ser otro. Y Holly habla exactamente como Kellan había hecho minutos antes.

-¿Qué?

-¿Estás enfadada?

Como si hubiera alguna duda. Holly no le contesta. Un instante de silencio en medio de la noche.

-¡Oh, vamos, Holly! -Danny alza los brazos-. ¡Iba borracho!

-Como casi siempre.

Él se rasca la nuca con una mano.

-A ver... ¡Holly! A ver... -y se muerde el labio inferior, inquieto-. ¿Qué quieres que haga? Porque lo haré, vamos. Dime.

-Suicidarte podría ser una buena solución.

-¡Oh, venga, Holly...! ¡Holly!

Y la joven cierra la ventana. Corre la cortina. Más golpecitos. Piensa hacer caso omiso, así que se coloca los auriculares y pone al máximo cualquier canción de su lista de reproducción. Se tumba en el colchón. Y llora, de nuevo.

¿Motivos...?

Porque cada vez se le hace más pesado ignorar las cosas.
lunes, octubre 10, 2011

Todo acaba en este mundo menos lo que nunca empieza

El camión de la basura le ha despertado, a eso de las 0:49 de la noche. En un principio, no se ha dado cuenta; la comodidad de ese colchón es verdaderamente placentera. Todo es normal. Las sábanas, suaves, ligeras, siempre familiares. Y el tenue resplandor que se cuela por debajo de la persiana, que refleja la mesa de cristal unos metros allá. Nada nuevo para él.

Pero unos segundos después, lo recuerda. ¿Cuánto hacía que no estaba allí? Piensa, primero, que mucho. Luego, cuando consigue despejar su mente, que tampoco tanto. ¿Un año y dos meses? Algo así. Recorre la mirada por el techo, no quiere volver a dormirse. Le apetece saborear esos segundos de tranquilidad, de esa deliciosa felicidad que le provoca estar ahí. Se da la vuelta a la derecha, y la encuentra. Reconoce su espalda desnuda gracias a la poca luz que entra en la habitación. ¿Qué ha pasado? La pregunta suena en su mente tan idiota como en cualquier otra. Como si quedara alguna duda sobre la respuesta... Y sonríe de lado. Dobla el brazo y se sujeta la cabeza con la mano. Qué extraño es todo. Siempre lo ha sido, en realidad. Cuando acaban así, se marcha hacia las seis, antes de que ella se despierte. La situación sería muy extraña por la mañana, al encontrarse los dos, desnudos, en una cama. Y lo cierto es que, aunque nunca hay despedida, la situación siempre se repite. No es sexo por sexo. Es una relación compleja, casual, habitual. Extraña.

Decide adelantar el momento de marcharse, así tendrá tiempo de llegar a casa y dormir algo antes de irse a trabajar. Y cuando se incorpora, algo lo detiene. Una mano, la de ella. Se gira de nuevo y la ve, observándole. Al parecer no es el único al que el camión de la basura ha despertado. Ella le obliga a volver a su postura anterior, y él no opone resistencia. Descansa la cabeza sobre la almohada y suspira. No es un suspiro de fastidio, sino de alivio al saber que su estancia en ese lugar va a ser un poco más larga, aunque nunca llegue a admitirlo. Ella lo estudia durante unos segundos, seria. Él rehuye su mirada. Finalmente, ella susurra unas palabras, las palabras, ésas que él siempre ha deseado que le diga aunque no lo sepa ni él mismo. Necesito verte cuando despierte. Cierra los ojos, se le han humedecido ligeramente. Pero ella acaricia su mandíbula y él se arma de valor para dedicarle una mirada llena de significado. Se sorprende al ver que ella no parece triste, ni siquiera molesta, sólo sonríe. Y es una sonrisa tan sincera que su corazón da un vuelco. Ella pasa una pierna sobre las suyas y besa sus labios con suavidad. Caricia a caricia, paso a paso, se sinceran. Confiesan lo que nunca antes habían confesado. ¿Estarás cuando amanezca? Sí, hoy sí. Hoy quiero que necesites que esté. Abrázame, no hables, no pidas más. Siento todo lo que ha ocurrido. ¿He sido demasiado idiota? Y sabes que deberías acostumbrarte. Quizá nunca puedas perdonarme, o quizá sí. ¿Puedo decirte algo antes de volar juntos? Qué bien te sienta ese vestido invisible.
viernes, septiembre 23, 2011

Yo mataré monstruos por ti

Jamás podría vivir junto a una estación de tren. Unos van, otros vienen. Hoy me he dado cuenta de cuánto me asusta la simple idea de una estación. Odio el amargo significado que guarda. Porque odio las despedidas, porque odio pensar en ellas. La vida es cambio, pero de todos ellos quizá sea éste el que más duro me resulta. ¿Por qué un adiós pudiendo ser un hasta luego?

Por eso, porque no soporto despedirme de ti, el miedo se apodera de mis reflexiones. Me niego a despertarme sin la certeza de que voy a verte; no puedo, no quiero verte marchar. Hoy al menos no. La decisión está más que tomada, soy totalmente consciente de ello, pero dame un instante, uno sólo, para hacer de esto la eternidad. Déjame guardar en mis recuerdos tu voz, no quiero olvidarla cuando rememore cada una de tus palabras. Ni tu sonrisa divertida, o tus labios, formando una mueca de desagrado por el frío del invierno. ¿Lo oyes? Es el tren, acercándose. Te he dicho que no había marcha atrás, ni siquiera nosotros mismos podríamos cambiarlo. No obstante, es el momento, nuestro momento, para recordar. No necesito un beso, una caricia, un abrazo de despedida. Sólo a ti, a mi lado. No me tomes de la mano, temo que ése sea el último gesto más bonito que llegue a sentir en la vida. Tampoco digas nada, cualquier palabra estaría de más y estropearía esto. ¿Puedes oler el humo, la máquina que se aproxima cada vez más? Yo no, estoy demasiado embriagado por tu perfume. Y así lo estaré siempre.

No voy a mirarte antes de marchar. He cerrado los ojos y no pienso abrirlos hasta estar seguro de que ya no estás. Me gustaría decirte algo antes de que nuestro instante termine, algo que quizá te ayude, o te reconforte, cuando te sientas sola. ¿Podrás allá recordar cada uno de los días que compartimos? Las comidas, los amaneceres, las lágrimas. El tiempo, que ahora duele. Que nuestro recuerdo no te entristezca, fue demasiado hermoso para que se convierta en algo así. Que nuestro instante, nuestro momento, este preciso segundo, sea inmortal. Podrás verlo siempre que quieras. En cada esquina de la nueva vida que se extiende ante nosotros, quizá no tan nueva, quizá no tan vida. En cada día. Cada mañana. Cada beso. Allí estará, nuestro momento, mientras tú desees que lo esté. La inmortalidad en tus manos mientras que en las mías sólo un billete sin regreso.

Y te alejas, te alejas... Ya no estás, puedo sentirlo. ¿Puedes tú? Qué amargo está el café en este lugar. Será tu ausencia. Y al echar otra cucharada de azúcar, mientras los pequeños granos caían sobre la superficie negra, lo he visto, tan dulce... nuestro momento.

He decidido que no volveré a coger un tren a no ser que éste me lleve de nuevo allí. Y de una cosa estoy seguro: los viajes en el tiempo, hasta ahora, no son recomendables.
miércoles, julio 13, 2011

Y callaron


Se comportó torpemente, como el jodido adolescente que era. No dejó en ningún momento de demostrarnos a todos, pero sobre todo a él mismo, lo poco que le importaba que nos importara. Todas las lágrimas que derramó su madre fueron suficientes para cubrir las que otros, por vergüenza, jamás llegamos a llorar. Si me lo hubieran dicho tiempo antes no lo hubiera creído, pero todos los que lo odiaron, o simplemente le tuvieron ojeriza, callaron. Como si cualquier acción que hizo en vida diera ya igual. Le habían perdonado, o eso hacían ver. Miré a uno por uno mientras me preguntaba si verdaderamente lo habían hecho, si por más sorprendente que pareciera todavía quedaba algo de humildad en el ser humano; o, por otra parte, si no era más que una mentira nacida de la cobardía, o del miedo a ser considerados unos monstruos. Me di cuenta de que así era, que mentían, la hipocresía les había comido la materia gris con una considerable rapidez. Y los vi como esos monstruos que había imaginado en mi cabeza, tal y como eran, a la vez que sentía lástima por ellos.

Por el contrario, jamás sentí lástima por él, a pesar de que hubiera sido lo más normal en aquellas circunstancias. Se había ido tal y como había venido: con la verdad por delante. Por más que hubiera sido esto o aquello, lo había sido siempre, sin dobles caras, sin dobles verdades. Pocas personas pudieron y podrán decir lo mismo de ellas mismas. Desde luego, muchas de las allí presentes no podrán hacerlo. La falsedad se escribe con tinta permanente, se maquilla con palabras de consuelo y se cree, en muchos casos, por la elegancia con la que se realiza. Pero por desgracia para ellos, la Muerte no entiende ni cree en la elegancia. Al menos no humana. Y yo, a fin de cuentas, tampoco.
 

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