viernes, noviembre 21, 2014

Manuales

Hace un par de noches, Cortázar quiso enseñarme a llorar. Insistía en hacerlo. Paso a paso, sin agobios. Decía que era muy fácil si se conocía el proceso. Solo había que sentirlo, y los ojos hacían el resto. Me confesó, así, entre nosotros, que uno se sentía mucho mejor después de hacerlo. Intenté explicarle que yo ya sabía llorar, que lo había hecho muchas otras noches antes de su llegada y jamás había necesitado ninguna clase de manual. No lo entendió. Y, al final, ninguno de los dos lloramos.

Hoy, Cortázar llora. No está solo, lo acompañan sus cronopios. No ha insistido en enseñarme. Me gustaría poder contarle por qué no quise que lo hiciera aquella noche. Pero, ¿cómo le digo a mi querido Julio que he llorado tanto que ya ni eso ayuda a hacer las cosas más fáciles?


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