En medio de la noche, siente unas manos. Aparecen de la nada, interrumpiendo su fase REM. Frunce el ceño, cierra los ojos con más fuerza. Que se vayan, piensa. No las quiero, no las necesito. Tiene que creerlo, engañarse antes de despertar del todo y ser consciente de lo que ocurre. Pero las manos no desaparecen, ni tampoco parecen querer detenerse. Recorren sus sábanas, su almohada, su cabecero. No obstante, no lo tocan, guardando una especie de respeto. O esperando una nada sutil invitación.

Él tiene que pedirle que se vaya. Lo sabe. Lo ha sabido noche tras noche, incluso en su primera visita ya lo sabía. Tiene que pedírselo. ¿Y puede hacerlo? ¿Quiere, al menos? Negar algo tan dulce se le antoja casi pecado, cuando el pecado es precisamente todo lo contrario. Y los segundos pasan y sus manos siguen avanzando...
Ha soñado con esas manos desde siempre. También cuando está despierto las recuerda, en especial cuando más solo se siente: puede sentirlas en cada centímetro de su cuerpo, proporcionándole un tipo de calor que no ha logrado encontrar en nada, en nadie. Por eso cuando ella aparece, de noche, es incapaz de distinguir lo que es adecuado de lo que no. Caen las sábanas, comienza el ritual. No cierra los ojos, no parpadea; quizá, si la pierde de vista, desaparezca. Y ese que se vayan se convierte en un claro acaríciame. Sin límite de tiempo ni restricciones de ningún tipo. Acaríciame, para que pueda respirar, para olvidar que la niega en sus sueños pero la sueña en su ausencia.
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