Si pudiera explicarte con caricias todo lo que me gustaría que supieras hoy, me faltarían noches para desvelarnos en tu cama. Y aun así, si me lo pides, no dudaría en pasarme todas las noches de mi existencia recorriendo tu piel. Porque es como volver a casa después de un largo viaje; un calor que reconforta y vuelve adicto hasta al más puritano de los seres.
Pero en realidad no es algo que pueda hacerte saber con caricias, ni siquiera así. Y las palabras se me vuelven a quedar cortas, me saben a poco. No hay diccionario que recoja todo esto. No puede existir. Nada conseguiría asemejarse siquiera. Llevo mucho tiempo dándole vueltas, tratando de hallar el modo de decirte tantas, tantas cosas. Contarte lo que esto me provoca. Cómo me hace sentir viva, cómo me mata lentamente. La terrible agridulce e irónica contradicción en la que nos hemos convertido. Esta vez, voy a serte del todo sincera. Confieso que, al escribir esto, no solo deseo que pudiera contártelo. También busco deshacerme, un poco, de toda esta carga. Tengo la esperanza de que al convertirlo en palabras logre liberarme de ello, aunque solo sea durante un momento, un efímero instante que me permita tomar aire para poder enfrentarme a lo que está por venir.
No te aceptaré preguntas al respecto, por miedo a descubrir que no tengo ni una sola respuesta para ellas. Creo que ya me he preguntado demasiadas cosas yo misma durante todo este tiempo, sin éxito.
Y después de dar esta bocanada de aire que no es más que otro estúpido placebo, bajo la voz para contaros que es mi entrada número ciento cincuenta, que se dice pronto. Mil millones de gracias a todos los que alguna vez acabaron en esta locura de blog y se entretuvieron leyendo alguna de mis entradas. Ha sido todo un placer, aunque haya sido de forma fugaz, entrar en vuestra mente.
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