Tarde o temprano, llega. Ese punto de inflexión, el momento en que la lucidez se apodera al fin de nosotros. ¿O nosotros de ella? Y lo ves, y lo comprendes. Puede que hasta siempre lo hubieras hecho, pero nunca te atreviste a creerlo del todo. Nada es eterno. Ahora lo sabes. Al igual que sabes que es precisamente esa fugacidad lo que valoriza el más triste soplo de viento. No importa durante cuánto, sino cómo, con cuánta intensidad, con cuántas sonrisas.
Ahora lo sé. Estamos subidos, todos nosotros, a un tren sin parada, saltando de vagón en vagón como si nos fuese la vida en ello; a veces corriendo sobre las vías, a veces flotando por encima del humo, dejando atrás el suelo. Me he pasado los últimos tres meses hablándote de esto, ya casi no veo los vagones, y me quedo sin aire. Así que espero que no me juzgues demasiado si dejo que me cojas de la mano y que me digas que saltemos al siguiente, porque hoy me he despertado con unas irremediables ganas de ser efímera. Como un tren en medio del océano, a contracorriente.
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