Me hablan de ti, como de cualquier cosa,
y sus ojos me observan con curiosidad.
Una reacción, la más mínima perturbación.
Eso les complacería, de alguna forma macabra.
Nada. No hay nada.
Te mencionan, otra vez,
y sus ojos siguen observándome.
Les devuelvo la mirada
y casi puedo leer en sus rostros,
«¿duele?».
Y no respondo.
La respuesta está servida.
viernes, septiembre 07, 2018
miércoles, abril 25, 2018
Sin pájaros
Sueño que eres feliz. Que todas esas melodías que creías lejanas ahora te rodean cada día. Que unos dedos cuidadosos te acarician el pelo cada mañana, y despiertas así, entre caricias. Te sueño tan feliz que casi ni te acuerdas de aquellas noches que no pudiste dormir por todos esos pájaros que habitaban nuestras cabezas. ¿Pero te acuerdas? De mí. Tal vez no. O tal vez sí; y ojalá mi recuerdo permanezca, pero tampoco demasiado, solo un poquito, lo suficiente para que me sueñes, y que me sueñes como me sentía el resto de noches que tampoco dormimos, pero en las que todo estaba bien y todavía me tenías allí. Feliz.
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miércoles, marzo 22, 2017
Hoy le hablé de ti
Aunque no me extendí demasiado. Más bien breve, sin muchos detalles, lo justo y necesario para entendernos. Hoy, que puedo hablar de ello sin dolor, o rencor, le he contado todo lo que llevaba años callando. No sé si me siento mejor, hace tiempo que dejaste de escocer, pero saber que le he confiado los días que tú y yo compartimos juntos me hace pensar dos cosas.
La primera: que puedo hablar con él de cualquier cosa. Tu nombre siempre ha sido una de esas palabras que cuestan pronunciar, de esas que se traban en algún punto entre la lengua y el paladar, pero hoy, por algún motivo, ha salido de mi boca con toda facilidad. Y, si te soy sincera, es agradable al fin tener a tu lado a alguien con quien poder hablar de tu pasado sin miedo a que te juzgue, que tan solo escuche —porque de veras quiera escuchar— y no suelte tu mano en ningún momento de la narración.
La segunda: que te has esfumado. Del todo. A ratos incluso me costaba evocar ese recuerdo que intentaba mantener en mi cabeza, el tuyo, el de lo que fuiste. Y no te miento: me da pena, como si hubiera perdido algo que era muy valioso. Aunque no se me olvida que fuiste tú quien lo desvalorizó por completo.
Al menos, todavía conservo un último recuerdo: el nuestro, el de lo que fuimos. Hoy, es suficiente.
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martes, enero 03, 2017
La Chica del Páramo
Hace siete meses que sueño con la Chica del Páramo.
Nuestros encuentros, si me permite que los llame así, no se producen todas las noches, pero desde luego su recuerdo permanece en mi mente durante días. Siempre transcurren igual: sin saber muy bien cómo, descubro que estoy en medio de un lugar completamente desamparado; a veces pienso que es una ciénaga, otras una pradera, depende de la gama cromática que mi subconsciente decida elegir para ese día. No importa si dentro de ese sueño los colores que me envuelven son más cálidos o más fríos, porque los siento igual de vacíos, igual de desolados. Estoy en un páramo, pero no soy la única, ni su dueña.
La Chica del Páramo, tarde o temprano, aparece. Tiene el pelo brillante, tan brillante que no sé si es castaño claro, o rubio, o blanco puro, y lleva un camisón que le llega por encima de la rodilla. Se desliza —o levita, no estoy segura— con parsimonia, aunque sus movimientos no llegan a resultar demasiado lentos. Nunca la he escuchado hablar y ya me gusta su voz. Nunca le he visto la cara y ya sé que es hermosa.
Suelo observarla desde la distancia y nunca me atrevo a acercarme demasiado. Tal vez le parezca extraño mi comportamiento, pero no se lleve una mala impresión, no lo hago con ningún tipo de mala intención. Observándola, he encontrado algo similar a la fascinación. Y le aseguro que en toda mi vida nada me había fascinado lo más mínimo.
Ella nunca me ve. Al menos, eso prefiero creer. No quiero que sepa que me gusta observarla, como si yo de algún modo invadiera su calma, o incluso la acosara. ¡Imagínese! La de cosas que ella podría llegar a pensar. La de cosas que yo no podría dejar de pensar. Ni hablar, sería una pésima carta de presentación, y si ese momento llega alguna vez, el de presentarnos, no puede surgir de una incomodidad.
Resulta curioso cómo, en un lugar tan vacío, una sola imagen pueda hacerle sentir a una tan llena. Me he permitido comprobarlo en varias ocasiones: si aparto la vista hacia otro rincón del páramo, la sensación de soledad vuelve a invadirme con gran pesar; no obstante, en cuanto vuelvo mi mirada hacia ella, recupero el aliento de forma inmediata, como si la Chica del Páramo fuera capaz de controlar mi respiración y mi cuerpo a su antojo. Y me siento así, una marioneta en sus manos, una pobre infeliz que sin planearlo ha acabado en su reino encantado, un reino en forma de páramo.
A veces me pregunto si ha habido otras personas antes que yo, o si las sigue habiendo. Puede que durante esas noches que no consigo encontrarlos —ni a ella ni a su páramo— en ningún lugar de mi subconsciente, otros la visiten, la observen como yo lo hago y se sientan igual de fascinados. Confieso que ese pensamiento hace que algo en mi interior arda de celos, y no pocas noches me ha sacado de la cama tras haberme arrebatado del todo el sueño. Y me encuentro sola en mi propio páramo, con una taza de café en la mano y un enfado que no deja de ser sino una simple rabieta infantil, un enojo innecesario ante la ausencia de un mero producto de mi imaginación.
¿Eso es la Chica del Páramo? Un espejismo, una ilusión. Una proyección onírica de algo que me gustaría tener, pero no. Una chica que no es solo una chica, sino la Chica, la que me espera de noche en su silencioso páramo y me refugia de las atrocidades del mío.
Hace siete meses que despertar ya no resulta tan pesado, no si sé que pronto, cuando termine de afrontar el nuevo día y llegue la noche, volveré a ver a la Chica del Páramo.
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lunes, noviembre 21, 2016
Nada se compara a esto
Llevo mucho tiempo echando de menos las intensas emociones que me asaltaban cuando era una enana, el tipo de emociones que me robaban el aliento aunque no me diera cuenta, esas que no avisaban. Echo de menos las mañanas de Navidad, cuando me sentía incapaz de continuar durmiendo más horas si sabía que me esperaban mis regalos bajo el árbol. Las sábanas lejos, la ilusión cerca. O lo increíblemente feliz que me podía hacer que me compraran una simple bolsa llena de chucherías en el kiosco de la esquina a la salida del colegio. He perdido esa clase de emociones, se esfumaron hace tiempo, ya no las siento. Ojalá volver a ser niña; ignorar la vida y tan solo exprimirla. Tan fácil.
También echo de menos el atolondramiento del amor adolescente. Pasar los días imaginando situaciones con los mismos protagonistas, consciente de que esas escenas no iban a suceder jamás. Pasar las noches recordando cada mirada, escuchando canciones pop que hablaban de ese «nosotros» que nunca llegó a ser. El cosquilleo en la barriga, unas palabras bonitas. Tan fácil.
He pasado tanto tiempo echando de menos la facilidad con la que antes sentía que no me he dado cuenta de todo lo que he aprendido a sentir. Porque no ha sido fácil, y ahora me doy cuenta. Porque ahora sé que, si hubiera sido fácil, no lo habría sentido así. Tan dentro.
Y hoy me despierto, justo después de haber estado soñando contigo. Y ahí estás, abrazándome. Y me doy cuenta de que es exactamente como ha de ser, como quiero que sea, como siempre soñé que fuera. De pronto se me olvida todo lo que algún día pude sentir, porque nada se compara a esto, y no sé cómo te lo voy a decir.
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miércoles, abril 20, 2016
I'm already gone
No voy a decir una de esas típicas frases que dice todo el mundo. Cuánto tiempo ha pasado, te veo genial, a ver si nos vemos más. No hace falta que las diga. Tú ya sabes que lo pienso. Y yo espero que lo pienses. Porque, por Dios, ¡cuánto tiempo ha pasado! Y te miro y es que te veo genial, de verdad. Y ojalá, ojalá nos veamos más.
¿Cómo estoy? Bien. No, en serio. Estoy bien. Hay días en los que incluso estoy muy bien. No siempre he podido dar esta respuesta, pero es la que tengo ahora. Sé que te alegrarás cuando te lo diga. Aunque primero deja que ordene todas estas frases y no sean tan solo palabras sueltas cuando abra la boca. Te reirías si lo supieras. Siempre te ha hecho gracia que quiera decir todo a la vez, que mi mente funcione más rápido que mi lengua.
Podría hablarte de muchas cosas, pero lo más seguro es que me vaya sin haberte dicho nada. ¿Y tú? ¿De qué me hablarás? Podrías hablarme de lo que vas a hacer mañana o de lo que vas a hacer dentro de cinco años o al menos de lo que te gustaría hacer. Eso me vale. Podrías hablarme de tu último viaje o de la última canción a la que te has enganchado o de ese póster medio roto que tenías colgado en una esquina de tu cuarto. ¿Todavía está ahí? Seguro que todavía está ahí. Podrías hablarme de tus amigos, sé que han cambiado. Hay mucho que ha cambiado. Yo he cambiado. ¿Y tú? Podrías hablarme de ella. ¿Me hablarás de ella? Yo podría hablarte de él. Y al final seguro que nos vamos sin habernos dicho nada.
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viernes, enero 29, 2016
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